Parar la pelota
Parar la pelota
La historia está plagada de encrucijadas. Momentos de incertidumbres, dudas, marchas y contramarchas.
Y allí van las huestes de opinadores coyunturales, o las hordas científicas entregadas a determinados paradigmas dogmatizados hasta el hartazgo. Quienes creen saber y los que saben no saber. Las manos que palpan los muros para encontrar las referencias perdidas en la oscuridad del hallazgo imprevisto o inimaginado.
Espacios de tiempos rotos en la continuidad aparente de lo que hasta ayer resultaba inmutable. Pero hoy no es, o puede que no sea. Tal vez cuestionando hasta la propia ontología y los axiomas más argumentados.
Y, cosa extraña, muchos de estos intersticios surgen en lo más insignificante (aparentemente), o donde hasta las previsiones más alocadas no se atreverían a predecir. Pero sí, allí están y, al menos en esos intersticios, algo se modifica.
Guerras, terremotos, pandemias, incendios, sequías, fanatismos religiosos o políticos, asesinatos, etc., están entre los sucesos o hitos disruptivos. Aunque, paradojas, por lo general estas oscuridades rápidamente quedan en el olvido y pocas enseñanzas perduran.
Hoy, al imponente señorío financiero, a la soberbia humana por la dominación le aparece un adversario diminuto, casi insignificante, cuyo nombre es conocido en el campo de la medicina: el Coronavirus. Cómo surgió es materia de otro análisis, pero es evidente de qué manera ha puesto sobre el tapiz la fragilidad humana. Tan magnos. Tan pequeños.
“No es tan grande la tasa de mortalidad”, “la Influenza mata más gente por año”, “no se puede parar la economía por una gripe”, y podríamos seguir. La vida humana no es importante. Lo son los mercados. El dios dinero. El sistema. El ser humano no como sujeto de derechos, sino como objeto, engranaje reemplazable, desechable. Un eslabón más del utilitarismo.
Pero no vamos a hablar aquí de economía, aún cuando el telos donde se inscribe este análisis abreva en muchas de sus aristas. Me detendré a discurrir sobre el sistema educativo.
El sistema
Desde hace décadas en nuestro país se proponen reformas sobre reformas en educación. Haciendo un recorte arbitrario pero posible, podríamos utilizar el regreso de la forma democrática, pero sin olvidar aquella medida de transferencia de la educación primaria de la órbita nacional a la provincial. El inicio de un camino que será retomado por el gobierno de Menen en un intento por privatizar la educación pública con la concepción neoliberal de considerarla un gasto. Intentos por arancelar la universidad, desinversión en infraestructura, congelamiento de salarios, y su obra cumbre: el desmembramiento del sistema educativo por distritos transfiriendo la educación secundaria a las provincias, pero sin el financiamiento respectivo. La Ley Federal de Educación, fracasada en otras latitudes, aplicada aquí acríticamente por parte del gobierno. Y no avanzó más allá por las luchas populares llevadas adelante por los sindicatos docentes y la Central de Trabajadores de la Argentina.
Independientemente de esto, todo este proceso ha estado atravesado por la implementación de diferentes teorías o modelos pedagógicos. Así, psicogénesis, constructivismo, educar en competencias, en capacidades, por trayectorias, etc. Mil y un modelos sin modificar los fundamentos y las estructuras.
Todo ello con un bagaje enorme de documentos, reglamentos, resoluciones, leyes, circulares, mandatos, bajadas de línea, etc., a veces con capacitaciones a los actores (en especial a docentes), y otras haciendo como sí.
Lo cierto es que en la realidad todos estos intentos no han dado cuenta que la educación debe encarar una transformación profunda desde sus bases mismas, poniendo en discusión no sólo modelos pedagógicos, sino más bien todo un sistema y sus fundamentos primeros.
Son cientos de los escritos de notables profesionales que desde hace décadas abogan por ello, pero sus ideas suelen ser tomadas sólo de manera parcial o sesgada. Y así aparecen los modismos pedagógicos, que parecen una panacea y culminan como un gran fiasco. Al final, jamás hemos superado concretamente el positivismo normalista, el conductismo cientificista y el enciclopedismo tradicional. Las obsesiones pedagógicas de la modernidad a pleno. Y allí Dussel, Skliar, Tonucci, Freire, Buscaglia, Foresi, etc., esperan no sólo ser leídos, sino también comprendidos y aplicados.
Este tiempo de pandemia ha dejado traslucir las grandezas de todo un enorme conjunto humano que con un voluntarismo admirable (incluyo aquí a autoridades, docentes, administrativos y maestranzas) trabajan incansablemente para responder a una situación inédita. Y allí corren para llevar las fotocopias, planifican creando de la nada, aprenden aceleradamente las TIC, buscan realizar “clases” cuando Pepito tiene computadora con conexión, Lore un solo celular que comparta con tres hermanos, y los melli no tienen nada de esto. A Lucas le llega un cuadernillo que sus abuelos le ayudan a completar, a Silvia el mismo cuadernillo, pero su mamá es iletrada. Peor le pasa a Raúl: vive tan lejos de la escuela que ni siquiera sabe qué está pasando.
Y allí, en ese contexto absolutamente real, los/as docentes hacen cosas increíbles. Realmente impresionante y conmovedor. Y que se entienda que aquí no se critica a quienes también son víctimas de un sistema, sino que se plantea “pensarnos”. Se trata de debatir sin tabúes o estereotipos. Abriendo caminos de razonamiento diversos, y de ser necesario, revolucionarios. Por supuesto que los dogmatismos o las posiciones cerradas atentan contra ello.
Se trata, en fin, de permitirnos la posibilidad de soñar, creer y crear. Y en ello la antigüedad hace su aporte, pero también la frescura aporta su cualidad.
La casa no es la escuela
Ya lo he dicho en innumerables ocasiones: la casa no es la escuela, y eso tiene múltiples dimensiones a considerar, o más bien, que todos deberíamos considerar, comenzando por las máximas autoridades educativas (quienes se suponen diseñan las políticas en tal sentido), pero atravesando todo el sistema y actores.
En principio, debemos considerar que en la Argentina existe una profunda desigualdad social, una pobreza estructural muy marcada. En efecto, la fragmentación social desde la aplicación de recetas neoliberales, es tremenda. Y las consecuencias perduran, en especial luego de ser avivadas nuevamente por el fuego de los cuatro años de neoliberalismo. Y este cuadro de situación que ya era grave, se agudiza en medio de una pandemia que afecta a casi todos los estratos sociales, pero que se ensaña especialmente por con los más vulnerables y frágiles de la economía mundo. Los contrastes antes disimulados o invisibilizados toman formas atroces y crueles manifestándose en personas que pasan hambre, frío y soledad. Los expulsados y excluidos del sistema. Como diría alguen muy conocido: los nadies.
Ahora, imaginemos a los melli que hoy tuvieron una sola comida y un desayuno. Su pancita se los recuerda a cada rato. En especial cuando llega el frío de la noche. Y ahí está el cuadernillo para contestar. Pero los melli no tienen ganas. Ellos quieren jugar, correr, saltar. Olvidarse por un rato que hace frío, o que la panza chifla.
Pero mami, o papi, o el adulto que los cuida sabe que “hay que hacer los deberes”, porque “mañana es la fecha para la entrega”. Y entonces hay que sentarse, aunque no haya ganas, y en el medio de la fotocopia nos dicen que miremos un video. ¿Cómo? Allí no hay ni siquiera un teléfono. Y aunque lo hubiera no tenemos disponible “datos”.
Pero mamí (o papi) corre a la casa de la vecina para ver si les puede prestar; imposible en este momento porque lo están usando para hacer sus “tareas”. Los vecinos también van a la escuela. Y mamí vuelve con los ojos llenos de lágrimas de bronca e impotencia. “Dejemos y hagamos matemática”. Pero mami ya no puede enseñar matemática porque “ahora se da y se resuelve de otra forma”.
Al final del día, mami (o papi) frustrada y a los gritos. Y los reproches, los reclamos, Y aquello que debió ser constitutivo del goce intelectual de aprender culminó en tensiones y pases de factura.
¿Esto es privativo de familias como las del melli? Bajo ningún punto de vista. Por ejemplo, José concurre al instituto privado. No hay problemas económicos ni de conectividad. En la calida habitación con aire acondicionado recibe las tareas asignadas. Mil tareas. Más mil horas de “videoconferencia”. De vez en cuando hacemos algo tipo lúdico, pero son las excepciones. En general hay que cumplir con los deberes. Y entonces hacemos como si aquí no pasara nada. Es lo mismo estar en el aula que en casa. Es un imperativo “por la calidad educativa” dar la misma cantidad de contenidos (y más). Hay que hacer lo que hicimos siempre pero ahora de forma virtual. Y José pasa ocho horas por día sentado frente a la computadora, abrumado, triste, agobiado de hacer, y hacer, y hacer. Además, para eso pagamos la cuota.
Y de una u otra manera “aprender” significa “cumplir”, “hacer tareas”, “ordenar deberes con día y hora”, etc. Los niños desde chiquitos asumen que se estudia para otros, para le seño, o para el profe, no para sí mismo. Algo así como un formulario al que hay que llenar para culminar el trámite. Y contundentemente allí se erige “la evaluación”.
Y como José no pudo cumplir, no terminó la tarea, o simplemente ese día estaba deprimido porque hace un mes no ve a sus compañeros y compañeras, comienzan las discusiones, y las acusaciones. Y eso que debería ser el disfrute, el goce por aprender, por descubrir, tiene como resultado momentos amargos, distanciamientos, rabias.
¿Por qué? Porque la casa no es la escuela. No se puede hacer lo mismo por otros medios. No se puede exigir los mismos tiempos y espacios. La virtualidad tiene algunos puntos de encuentro con la presencialidad, pero en general son diferencias abismales.
Cuando en las redes sociales algunos docentes interpelan a los padres para que valoren su trabajo diciendo “si usted tiene problema con uno o dos hijos, imagínese ahora lo que nos pasa a nosotros con treinta”, creo que están equivocados. El contexto de la escuela es absolutamente diversos del ambiente familiar, aún cuando se pretenda que la institución sea “una gran familia”. No lo es. Allí todo está dispuesto intencionalmente para enseñar, y, por ende, para aprender. Hasta la carga simbólica, el concepto mismo de escuela, predispone y enmarca lo que allí acontece. Ir a la escuela implica prepararse y vestirse. En el proceso queda claro que la escuela tiene otros significados, alcances y metas. Este detalle no es menor, pues es una de las claves en los procesos de socialización que allí se construyen. El espacio de encuentro entre planetas diferentes, diversos, alternativos.
Cuando afirmo estas posturas, algunas personas infieren que digo que no hay que hacer nada, o no enseñar. Error. Es la lógica enciclopedista, conductista y normalista. Digo que hay que enseñar de otra manera, porque se puede aprender también de otras maneras. De hecho la cotidianeidad está plagada de aprendizajes “de otro modo”. Quizás habría que abrir un poco las ventanas y dejar que ingrese una ola de aires transformadores, y que le mundo de la vida no esté escindido de la institución.
La casa no es la escuela porque las situaciones propias del hogar son insoslayables. En la casa llega papá o mamá de trabajar, cansados, con las cuitas de lao habitual y su carga emocional. Los problemas económicos, los momentos en las relaciones personales de los miembros, la enfermedad de uno cualquiera de ellos, el condicionante actual de la cuarentena, las distancias, etc. Y el contexto social de recelos y tensiones, de incertidumbre y miedos. Cada casa es un mundo. La casa no es ni podría ser la escuela. Son diferentes en sus constituciones, definiciones, contextos, humores, etc.
Luego de recorrer los barrios, de visitar escuelas y charlar con docentes y directivos, es evidente que las asimetrías se han profundizado y que muchos de los/as estudiantes están fuera del sistema, o relegados. La inequidad de ayer está potenciada hoy. Los que ayer eran vulnerables, hoy lo son más aún.
El sistema
Los que hemos trabajado en el dictado de carreras presenciales y en carreras a distancia, sabemos que hay algunos puntos de coincidencia, pero que las diferencias son notables. Nada mejor para visualizarlo que poner ejemplos.
Martina es docente de nível superior. Ella da clases en seis cursos de un profesorado y tres universitarios. Sus clases presenciales son muy ricas e interesantes. Con los/as estudiantes se divierten mucho y a las lecturas las matizan con explicaciones, debates, reflexiones, etc. Cada unidad conceptual tiene un trabajo integrador, casi siempre es uno por mes. Martina tiene ochenta y siete alumnos/as. Ochenta y siete trabajos para corregir en dos semanas. Totalmente manejable y posible. Algunas veces, incluso, son la cuarta parte porque son trabajos colaborativos en grupos de tres o cuatro personas.
La evaluación es cotidiana, en cada instancia, en cada encuentro, en cada participación y debate. Los trabajos son una parte más. Y en esa evaluación se incluyen gestos, actitudes, compromiso, solidaridad, procedimientos, habilidades, capacidades, etc. El resultado final es la conclusión de un proceso educativo, que como sabemos, es un hecho profundamente humano. En efecto, no se trata sólo de lo cognitivo. Se educa personas, no computadores. Y de allí toda la carga ética de esta cuestión.
La estructura de enseñar en el formato presencial, requiere determinados recursos humanos, a veces uno por espacio curricular, a veces más. Por lo general, para cursos promedios de hasta treinta estudiantes, basta con un docente.
En la virtualidad las cosas son muy diferentes, en especial porque se pierde uno de los elementos más importantes en cualquier proceso educativo: el contacto personal, el encuentro. Por eso la calidad de la formación a distancia, en especial en los primeros escalones (Nivel inicial, primaria y secundaria), es incomparablemente inferior a la educación presencial, e incluso puede mitigar la falta de aquella, pero jamás reemplazarla. En el nivel superior la situación es ya un poco diferente según la materia a tratar. Todo lo expresado a cuenta de considerar que la educación, el proceso educativo tiene como una de sus más preciados objetivos, o quizás el mayor de todos ellos, la formación de personas comprometidas con su espacio y su tiempo, altruistas y nobles.
¿Pero qué pasa con los recursos humanos? ¿Qué pasa con los/as docentes? ¿Se puede cambiar una modalidad por otra así, de un día para otro, o incluso de una semana para otra? ¿Es viable? La respuesta, al menos para mi, es contundente: no.
Esto tiene fundamentos importantes. El primero es que la virtualidad exige un nivel de interacción diferente, y lo que se evaluaba en la presencialidad concomitantemente, ahora ya no está y demanda otros dispositivos.
Entre estos, la exigencia de producir contenidos para el trabajo a distancia, y también métodos de evaluación a distancia. Así, por ejemplo. Martina recibía ochenta y siete trabajos reflexivos mensuales, ahora los recibe quincenalmente e incluso con mayor asiduidad.
Corregir estos trabajos, los docentes lo sabemos, demanda una cantidad de horas importantes, en especial porque cada trabajo merece su devolución (he ahí la riqueza del feedback). Pero mientras corregimos debemos preparar la clase virtual, y responder las consultas y dudas. Mientras esto pasa las autoridades y asesores nos piden la planificación, los resultados, los informes de seguimiento, las estadísticas, y las reuniones virtuales, etc.En la presencialidad muchas de esas instancias quedan saldadas con la simple interacción e intercambio personal.
Y Martina que tiene asignada treinta y dos horas cátedra, y que con la presencialidad es bien sabido que esas horas se transforman en aproximadamente cincuenta de trabajo real (el trabajo en casa no remunerado ni reconocido socialmente), ahora con la virtualidad tiene entre sesenta y setenta horas semanales. En tres meses, Martina colapsa por el estrés ante la imposibilidad de sostener ese ritmo. Y su casa, en este período, se ha transformado en un pandemónium. La vida conyugal y familiar inexistente.
Esto se denomina explotación laboral.
¿Por qué? La respuesta es sencilla: en la virtualidad la estructura de recursos humanos es muy diferente a las clases presenciales. Así, para una cátedra de treinta estudiantes es probable la necesidad de un docente titular y un ayudante de cátedra. La virtualidad exige otras dinámicas, otros tiempos.
Pero, además, una cosa es planificar desde el origen para la virtualidad y otra muy diferente modificar toda una estructura presencial hacia la virtualidad de un día para el otro.
Esto parece que fue entendido desde le principio por las autoridades del Ministerio de Educación de la Nación y del Consejo Federal de Educación, cuando con absoluta claridad expresaron que este es un tiempo de contención, de mantener vínculos, de aprender de otra manera, de comprender lo especial de la situación. No es relevante “la nota”, calificar.
En Entre Ríos también las consignas han sido muy claras al respecto, bajando el nivel de dramatismo y ansiedad y procurando atravesar esta situación de la mejor manera posible, pero con la certeza que no se puede hacer lo mismo que se venía haciendo.
El problema viene luego, cuando la ansiedad, el nerviosismo u otras cuestiones culminan con asesores, directivos, supervisores, maestros, docentes en general demandando a los estudiantes lo que es imposible para un número significativo de familias, y provocando (por supuesto que sin intención alguna) situaciones de tensiones y violencias en el seno familiar.
Y así, responder ejercicios de matemática, hacer la tarea de lengua, completar lo de artes visuales, inventar para música, la videoconferencia, el grupo de Whatsapp, las confusiones, el/la que entendió y el/la que está perdido/a, el/la que no recibió nada, que esta plataforma para esto, que Zoom, que Meet, que Moodle, que esta otra plataforma para lo otro, que investigar, y bla, bla, bla., creyendo que esto es lo que hay que hacer. Y en la secundaria aún más espacios curriculares.
Me pregunto: ¿Cuántos adolescentes luego de este proceso quedarán fuera del sistema? ¿Cuántos efectivamente volverán a las aulas?
Y los niños, y las niñas, mil horas dedicadas al cumplimiento, (hago como que cumplo, pero miento), con dudosas certezas de éxito en el aprendizaje, al menos en el sentido pleno del concepto educativo. Y el disfrute por aprender, en el arcón del olvido. Y en lugar de jugar nos peleamos, Y en lugar de descomprimir, presionamos. “Para tal hora y tal fecha hay que tenerlo listo”. Realmente no se entendió nada. O se entendió muy mal.
No se trataba de hacer lo mismo por otros medios, sino de hacer algo distinto. Pero desde la escuela me piden el informe, y la planificación, y los temas, y me llaman porque desde el CGE lo piden para mañana, y bla, bla, bla.
Todos locos, desencajados, tensionados, estresados, corriendo, sufriendo el proceso ya de por sí doloroso.
No es lo mismo la virtualidad porque no sentiste la mirada triste de Pepito, o ni te enteraste de la situación de Nara. En el ciberespacio no se puede abrazar, tocar, sentir. Falta el calor humano. Y esa falencia es mucho más fuerte cuando se utiliza como simple tarea, como un trabajo. Puede que lo sea para el trabajador de la educación, pero no lo es para la familia. Y la escuela que debería ser en estas encrucijadas instrumento de mediación y contención, queda entrampada en el mandato decimonónico, en lo viejo, en demandar. Y entonces, aquella llamada a liberar, a enseñar a trascender y dignificar, remarca las desigualdades y deja a la vera del camino los más vulnerables.
La desesperación por exigir, por las tareas (ahora son todas para la casa), pareciera que surge de cierto dramatismo por “este tiempo que la pandemia nos hace perder”.
Y entonces me preguntaba si no es momento de trabajar sobre otras formas de enseñanza, sobre otro tipo de aprendizajes. Si este tiempo no puede ser de fortalecer los vínculos sociales de solidaridad, de pertenencia. Si no es un espacio adecuado para recuperar la humanidad del hecho educativo. De estar para el otro. De dar en lugar de tanto exigir. De abrir puertas al mundo y dejar que ese mundo explote en juegos, creatividad, ternura. Hablo de la pedagogía humana del encuentro. Tan antigua, tan noble, tan natural.
Y entonces recuperar esa faceta de contemplar la vida, el mundo, lo cotidiano, la familia, la amistad, la naturaleza, la ecología y el ambiente. Probablemente, como Leo Buscaglia, la cátedra más importante debería ser aquella del amor. O como las hermanas Cossettini, la flor, el pajarito, la vida.
Descomprimir, colaborar. Fomentar hábitos. Alimentar el espíritu y y el goce estético. Detenerse ante las cosas simples. Que el hacer no sea un drama, sino un disfrute. Que el tiempo, los tiempos sean flexibles.
Ya habrá tiempo para avanzar con lo demás, pero no podemos permitirnos que el sistema profundice las desigualdades, genere violencias, explote trabajadores, enferme personas, genere resentimientos y aleje a nuestros niños/as.
Este momento histórico es una gran oportunidad, pero solamente si hacemos que pase.
Es un buen tiempo para poner en discusión todo un sistema que ha fragmentado el conocimiento en mil pedazos, ha estandarizado la homogeneización de las personas y ha olvidado que este sujeto que aprende es absolutamente diferente de aquel del siglo XX.
No es un problema sólo de métodos, es un problema de concepción y de sistema.
¿Lo debatiremos y actuaremos en consonancia?